Esta mañana estaba sacándole el pantalón a la Ema para lavarle el poto y cambiarle de pañal y me pidió teta. Ella estaba parada en la tapa del inodoro, así que ahí se quedó. Yo me subí la polera, me bajé el sostén, y le di teta.
Nos vi en el espejo. Ella se miraba, contenta.
Yo pensaba en cómo van las cosas... en la escuela libre a la que va a empezar a ir en invierno, en que no me estreso por sacarle los pañales aunque ya tenga "tes" años, en que aún toma teta (y bien que le hace, y a mi). Pensaba "si sigo así, me voy a ganar que pongan "My Way" en mi funeral". Me gustó tanto la idea. Empecé a tararear la canción, y la Ema se puso a bailar, aún agarrada de su adorada teta. Y bailamos, ahí, ella parada sobre el inodoro, en nuestro abrazo primate, "My Way".
mi vida con Ema Cacao
domingo, 9 de junio de 2019
martes, 30 de octubre de 2018
caléndula
La Ema
corta flores. Recoge piedras y hojas y palos, y a veces corta flores. A sus dos
años y 7 meses es una coleccionista consumada; después de cada salida llegamos con decenas de tesoros que distribuye por la casa de acuerdo a su propia lógica y que van
desapareciendo con los días.
Érase una
vez que volvíamos de la plaza Uruguay, como a mediodía, la Ema ya con sueño.
Fuimos y volvimos en micro, como casi siempre. Cuando nos bajamos, mi cachorra, ya muy soñolienta, no quería caminar pero estaba muy interesada en todos los souvenirs de la flora local
que pudiera recoger. Pero todos. El que más le gustó: una caléndula que cortó
del antejardín de algún edificio. Avanzamos algo así como una cuadra en 20 minutos.
La
maternidad hace que una pueda hacer cosas que, en rigor, no puede. Si una tiene artrosis de columna, oficialmente no puede levantar
peso, menos aún por un rato largo. Pero era evidente que la única posibilidad de
llegar a la casa era tomarla en brazos y llevarla así las cinco cuadras que
quedaban. Así que eso hice.
Pese al
dolor, adoro tomar a la Ema en brazos. Adoro. Siento que llevo una
carga sagrada (eso suena tan a una frase que podría aplicarse a casi todo en la
maternidad).
Iba yo con mi
carga sagrada en brazos y cruzando Pocuro se puso a llorar. Yo seguí caminando pero ella estiraba su brazo y me decía algo que al principio no entendí. Miré hacia donde ella miraba. La caléndula esplendía en su naranjez en la mitad del cruce peatonal. Eso era: se le había caído su florcita. Así que respiré y me guardé el cansancio y la impaciencia en el bolsillo perro, mientras esperaba a que dieran verde de
nuevo. Y con sus 14 kilos de amor en brazos, cruzamos hasta la mitad de la
calle y, con alguna dificultad, me agaché a recoger la caléndula. Se la pasé. Sonrió. Yo también.
lunes, 20 de agosto de 2018
nuestro primer otoño juntas
Photo by Marcus Wallis on Unsplash |
Tengo pocos
recuerdos de esos primeros meses.
Recuerdo, sin embargo, tardes que me parecían eternas, sentada en la sala amamantando a mi hija, abrumada por su absoluta dependencia. Tardes enteras con
ella en brazos, la mayor parte del tiempo durmiendo, mientras yo miraba el
cielo atardecer y anochecer en las ventanas del edificio de enfrente.
Esos
primeros meses yo no hacía 'nada'. Desde el mundo del que yo venía, desde la Irene
que yo estaba acostumbrada a ser, no hacía nada. Amamantaba a mi hija, la mudaba, la miraba dormir, le amamantaba, la mudaba, dormíamos las dos, y
así, infinitas iteraciones apenas interrumpidas por la ducha que no era diaria y por un tiempo para cocinar (por algún motivo nunca nunca pude o supe delegar eso; quizás necesitaba sentir que podía alimentarla a ella y también a nosotros) y
comer.
Sentía que Ema era tan frágil, tan delicada, que me saqué la argolla y el anillo, por
miedo a que le rasparan. Googleé a qué edad los bebés empiezan a sostener la
cabeza por sí solos. No permitía que nadie que fumara nos visitara, por miedo a
los efectos del humo de segunda mano.
Ema
tenía casi dos semanas la primera vez que me animé a salir con ella a la calle.
Fue un esfuerzo y un logro dar la vuelta a la manzana. Sentía que cada ruido de
la ciudad era agresivo y que los
espacios entre los baldosines de la calle hacían que el coche, apenas pesado con
sus menos de tres kilos, saltara. Si el departamento hubiese sido más soleado,
quizás no la hubiese sacado sino hasta más tarde, cuando aprendí a hacer un
nudo en el fular y podía salir con ella pegada, cual boliviana de National
Gepographic.
Aún después de aprender a usar el fular, algunas veces la saqué en coche; sin ganas.
Mamá insistía en que Ema necesitaba ‘libertad para moverse’ y en que la
sacara en coche. Yo sabía que Ema necesitaba tenerme cerca, olerme, oír mi
corazón latir, pero no tenía la fuerza o la convicción suficientes para
discutir con mi propia madre, una fuerza de la naturaleza. Esas eran salidas breves, después de almuerzo
los fines de semana, a la heladería de la esquina, Ema durmiendo
profundamente, yo sin sacarle los ojos de encima.
Las salidas
que atesoro eran las idas al parque. Me costaba
ir sola, no sé por qué. Quizás al
principio porque estaba recién parida y me sentía tan frágil, después porque
era invierno y me sentía tan frágil. No quería ver a casi nadie, pero mi amiga Begoña, nulípara pero
adorable como solo puede serlo una pisciana, pasaba por mí, por nosotras, y
caminábamos hasta llegar al Parque Bicentenario. Ema iba en fular, naturalmente. Encima yo me ponía una ruana (porque así podíamos ir abrazadas en el fular y abrigadas las dos) y a ella un
gorro y con nuestro estilo altiplánico caminábamos un rato, tomábamos sol si
había, mirábamos los árboles y los pájaros. No recuerdo de qué hablábamos, pero recuerdo
sentirme escuchada y aceptada. Recuerdo que los meses fueron pasando, Ema fue
creciendo, ya no tenía que despertarla en la noche para amamantarla, el
invierno fue frío pero soleado (y, cuando no, hubo atardeceres bellos para
mirar reflejados en las ventanas del edificio de enfrente). Ema me miraba,
me veía, a mí. Un día me puse la argolla,
otro día me puse el anillo. Me di cuenta de que el invierno había pasado un
domingo, en el Bicentenario. No sé si estaba mi mamá, sé que estaba Marcelo. Ema iba en el fular; hacía mucho sol y ese calorcito de fines de agosto, amable como una promesa. De repente oí al organillero tocar “That’s
amore”, de Dean Martin. Bailé con la Ema en brazos, mientras se me caían un par de lágrimas.
viernes, 17 de agosto de 2018
lo de siempre
Photo by Matthew Henry on Unsplash
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