martes, 30 de octubre de 2018

caléndula



La Ema corta flores. Recoge piedras y hojas y palos, y a veces corta flores. A sus dos años y 7 meses es una coleccionista consumada; después de cada salida llegamos con decenas de tesoros que distribuye por la casa de acuerdo a su propia lógica y que van desapareciendo con los días.
Érase una vez que volvíamos de la plaza Uruguay, como a mediodía, la Ema ya con sueño. Fuimos y volvimos en micro, como casi siempre. Cuando nos bajamos, mi cachorra, ya muy soñolienta, no quería caminar pero estaba muy interesada en todos los souvenirs de la flora local que pudiera recoger. Pero todos. El que más le gustó: una caléndula que cortó del antejardín de algún edificio. Avanzamos algo así como una cuadra en 20 minutos. 
La maternidad hace que una pueda hacer cosas que, en rigor, no puede. Si una tiene artrosis de columna, oficialmente no puede levantar peso, menos aún por un rato largo. Pero era evidente que la única posibilidad de llegar a la casa era tomarla en brazos y llevarla así las cinco cuadras que quedaban. Así que eso hice.
Pese al dolor, adoro tomar a la Ema en brazos. Adoro. Siento que llevo una carga sagrada (eso suena tan a una frase que podría aplicarse a casi todo en la maternidad).
Iba yo con mi carga sagrada en brazos y cruzando Pocuro se puso a llorar. Yo seguí caminando pero ella estiraba su brazo y me decía algo que al principio no entendí. Miré hacia donde ella miraba. La caléndula esplendía en su naranjez en la mitad del cruce peatonal. Eso era: se le había caído su florcita. Así que respiré y me guardé el cansancio y la impaciencia en el bolsillo perro, mientras esperaba a que dieran verde de nuevo. Y con sus 14 kilos de amor en brazos, cruzamos hasta la mitad de la calle y, con alguna dificultad, me agaché a recoger la caléndula. Se la pasé. Sonrió. Yo también.

lunes, 20 de agosto de 2018

nuestro primer otoño juntas

Photo by Marcus Wallis on Unsplash

Ema nació a fines de marzo.
Tengo pocos recuerdos de esos primeros meses. Recuerdo, sin embargo, tardes que me parecían eternas, sentada en la sala amamantando a mi hija, abrumada por su absoluta dependencia. Tardes enteras con ella en brazos, la mayor parte del tiempo durmiendo, mientras yo miraba el cielo atardecer y anochecer en las ventanas del edificio de enfrente. 
Esos primeros meses yo no hacía 'nada'. Desde el mundo del que yo venía, desde la Irene que yo estaba acostumbrada a ser, no hacía nada. Amamantaba a mi hija, la mudaba, la miraba dormir, le amamantaba, la mudaba, dormíamos las dos, y así, infinitas iteraciones apenas interrumpidas por la ducha que no era diaria y por un tiempo para cocinar (por algún motivo nunca nunca pude o supe delegar eso; quizás necesitaba sentir que podía alimentarla a ella y también a nosotros) y comer. 
Sentía que Ema era tan frágil, tan delicada, que me saqué la argolla y el anillo, por miedo a que le rasparan. Googleé a qué edad los bebés empiezan a sostener la cabeza por sí solos. No permitía que nadie que fumara nos visitara, por miedo a los efectos del humo de segunda mano.
Ema tenía casi dos semanas la primera vez que me animé a salir con ella a la calle. Fue un esfuerzo y un logro dar la vuelta a la manzana. Sentía que cada ruido de la ciudad era agresivo  y que los espacios entre los baldosines de la calle hacían que el coche, apenas pesado con sus menos de tres kilos, saltara. Si el departamento hubiese sido más soleado, quizás no la hubiese sacado sino hasta más tarde, cuando aprendí a hacer un nudo en el fular y podía salir con ella pegada, cual boliviana de National Gepographic.
Aún después de aprender a usar el fular, algunas veces la saqué en coche; sin ganas. Mamá insistía en que Ema necesitaba ‘libertad para moverse’ y  en que la sacara en coche. Yo sabía que Ema necesitaba tenerme cerca, olerme, oír mi corazón latir, pero no tenía la fuerza o la convicción suficientes para discutir con mi propia madre, una fuerza de la naturaleza.  Esas eran salidas breves, después de almuerzo los fines de semana, a la heladería de la esquina, Ema durmiendo profundamente, yo sin sacarle los ojos de encima.
Las salidas que atesoro eran las idas al parque.  Me costaba ir sola, no sé por qué.  Quizás al principio porque estaba recién parida y me sentía tan frágil, después porque era invierno y me sentía tan frágil. No quería ver a casi nadie, pero mi amiga Begoña, nulípara pero adorable como solo puede serlo una pisciana, pasaba por mí, por nosotras, y caminábamos hasta llegar al  Parque Bicentenario. Ema iba en fular, naturalmente. Encima yo me ponía una ruana (porque así podíamos ir abrazadas en el fular y abrigadas las dos) y a ella un gorro y con nuestro estilo altiplánico caminábamos un rato, tomábamos sol si había, mirábamos los árboles y los pájaros.  No recuerdo de qué hablábamos, pero recuerdo sentirme escuchada y aceptada. Recuerdo que los meses fueron pasando, Ema fue creciendo, ya no tenía que despertarla en la noche para amamantarla, el invierno fue frío pero soleado (y, cuando no, hubo atardeceres bellos para mirar reflejados en las ventanas del edificio de enfrente). Ema me miraba, me veía, a mí.  Un día me puse la argolla, otro día me puse el anillo. Me di cuenta de que el invierno había pasado un domingo, en el Bicentenario. No sé si estaba mi mamá, sé que estaba Marcelo. Ema iba en el fular; hacía mucho sol y ese calorcito  de fines de agosto, amable como una promesa. De repente oí al organillero tocar “That’s amore”, de Dean Martin. Bailé con la Ema en brazos, mientras se me caían un par de lágrimas. 

viernes, 17 de agosto de 2018

lo de siempre


Photo by Matthew Henry on Unsplash

Hoy fuimos a la guaguateca con la Ema. Nos fuimos en micro. Nos quedamos en el espacio para sillas de ruedas al lado de la puerta; ella de pie, yo acuclillada a su lado. Al rato se subió otra mamá con su hijo, también un infante de entre dos y tres años; se sentaron en los asientos que están sobre las ruedas y el niño jugaba a bajarse. Ella lo dejaba. Yo pensaba en los estilos distintos que tenemos todas; pensaba que, si la micro frenaba, el niño se iba a sacar cresta y media. Pensaba en mi estilo de querer estar pendiente y acompañar a la Ema a procesar lo que ve y lo que le pasa. Y entonces sucedió: Una mujer joven que se aprestaba a bajarse le sonrió. Y yo le dije algo sobre"la chica que te está sonriendo". La Ema la miraba, la mujer iba con audífonos, le dije "está escuchando música". Y la mujer le dijo "¿Quieres escuchar?" e intentó ponerle un audífono en la oreja. No sé bien qué le dije. La mujer se molestó y me contestó "yo tengo dos hijas, chicas también". Ese no es el punto. Que yo sea enojona tampoco es el punto. El punto es que los adultos casi siempre nos acercamos a los niños desde algún lugar que es más una programación que traemos que un verles de verdad. Porque la Ema estaba apenas empezando a conectar con la chica; en ningún caso estaba preparada y menos deseando que la mujer se acercara de golpe e intentara tocarla. No, no creo que estoy exagerando. A una persona adulta desconocida una no se acerca de esa manera. Quizás por miedo, pero quiero creer que por respeto. Y, sí, me parece irrespetuoso tocar a un infante que una no conoce de nada. Y sé que no estoy exagerando porque una vez la mujer, ofendida, se hubo bajado le pregunté a la Ema, "¿querías escuchar?" y mi porota bienamada dijo, con la voz medio suspirosa de cuando ha pasado algo así como un susto: "no".