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Tengo pocos
recuerdos de esos primeros meses.
Recuerdo, sin embargo, tardes que me parecían eternas, sentada en la sala amamantando a mi hija, abrumada por su absoluta dependencia. Tardes enteras con
ella en brazos, la mayor parte del tiempo durmiendo, mientras yo miraba el
cielo atardecer y anochecer en las ventanas del edificio de enfrente.
Esos
primeros meses yo no hacía 'nada'. Desde el mundo del que yo venía, desde la Irene
que yo estaba acostumbrada a ser, no hacía nada. Amamantaba a mi hija, la mudaba, la miraba dormir, le amamantaba, la mudaba, dormíamos las dos, y
así, infinitas iteraciones apenas interrumpidas por la ducha que no era diaria y por un tiempo para cocinar (por algún motivo nunca nunca pude o supe delegar eso; quizás necesitaba sentir que podía alimentarla a ella y también a nosotros) y
comer.
Sentía que Ema era tan frágil, tan delicada, que me saqué la argolla y el anillo, por
miedo a que le rasparan. Googleé a qué edad los bebés empiezan a sostener la
cabeza por sí solos. No permitía que nadie que fumara nos visitara, por miedo a
los efectos del humo de segunda mano.
Ema
tenía casi dos semanas la primera vez que me animé a salir con ella a la calle.
Fue un esfuerzo y un logro dar la vuelta a la manzana. Sentía que cada ruido de
la ciudad era agresivo y que los
espacios entre los baldosines de la calle hacían que el coche, apenas pesado con
sus menos de tres kilos, saltara. Si el departamento hubiese sido más soleado,
quizás no la hubiese sacado sino hasta más tarde, cuando aprendí a hacer un
nudo en el fular y podía salir con ella pegada, cual boliviana de National
Gepographic.
Aún después de aprender a usar el fular, algunas veces la saqué en coche; sin ganas.
Mamá insistía en que Ema necesitaba ‘libertad para moverse’ y en que la
sacara en coche. Yo sabía que Ema necesitaba tenerme cerca, olerme, oír mi
corazón latir, pero no tenía la fuerza o la convicción suficientes para
discutir con mi propia madre, una fuerza de la naturaleza. Esas eran salidas breves, después de almuerzo
los fines de semana, a la heladería de la esquina, Ema durmiendo
profundamente, yo sin sacarle los ojos de encima.
Las salidas
que atesoro eran las idas al parque. Me costaba
ir sola, no sé por qué. Quizás al
principio porque estaba recién parida y me sentía tan frágil, después porque
era invierno y me sentía tan frágil. No quería ver a casi nadie, pero mi amiga Begoña, nulípara pero
adorable como solo puede serlo una pisciana, pasaba por mí, por nosotras, y
caminábamos hasta llegar al Parque Bicentenario. Ema iba en fular, naturalmente. Encima yo me ponía una ruana (porque así podíamos ir abrazadas en el fular y abrigadas las dos) y a ella un
gorro y con nuestro estilo altiplánico caminábamos un rato, tomábamos sol si
había, mirábamos los árboles y los pájaros. No recuerdo de qué hablábamos, pero recuerdo
sentirme escuchada y aceptada. Recuerdo que los meses fueron pasando, Ema fue
creciendo, ya no tenía que despertarla en la noche para amamantarla, el
invierno fue frío pero soleado (y, cuando no, hubo atardeceres bellos para
mirar reflejados en las ventanas del edificio de enfrente). Ema me miraba,
me veía, a mí. Un día me puse la argolla,
otro día me puse el anillo. Me di cuenta de que el invierno había pasado un
domingo, en el Bicentenario. No sé si estaba mi mamá, sé que estaba Marcelo. Ema iba en el fular; hacía mucho sol y ese calorcito de fines de agosto, amable como una promesa. De repente oí al organillero tocar “That’s
amore”, de Dean Martin. Bailé con la Ema en brazos, mientras se me caían un par de lágrimas.
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