La Ema
corta flores. Recoge piedras y hojas y palos, y a veces corta flores. A sus dos
años y 7 meses es una coleccionista consumada; después de cada salida llegamos con decenas de tesoros que distribuye por la casa de acuerdo a su propia lógica y que van
desapareciendo con los días.
Érase una
vez que volvíamos de la plaza Uruguay, como a mediodía, la Ema ya con sueño.
Fuimos y volvimos en micro, como casi siempre. Cuando nos bajamos, mi cachorra, ya muy soñolienta, no quería caminar pero estaba muy interesada en todos los souvenirs de la flora local
que pudiera recoger. Pero todos. El que más le gustó: una caléndula que cortó
del antejardín de algún edificio. Avanzamos algo así como una cuadra en 20 minutos.
La
maternidad hace que una pueda hacer cosas que, en rigor, no puede. Si una tiene artrosis de columna, oficialmente no puede levantar
peso, menos aún por un rato largo. Pero era evidente que la única posibilidad de
llegar a la casa era tomarla en brazos y llevarla así las cinco cuadras que
quedaban. Así que eso hice.
Pese al
dolor, adoro tomar a la Ema en brazos. Adoro. Siento que llevo una
carga sagrada (eso suena tan a una frase que podría aplicarse a casi todo en la
maternidad).
Iba yo con mi
carga sagrada en brazos y cruzando Pocuro se puso a llorar. Yo seguí caminando pero ella estiraba su brazo y me decía algo que al principio no entendí. Miré hacia donde ella miraba. La caléndula esplendía en su naranjez en la mitad del cruce peatonal. Eso era: se le había caído su florcita. Así que respiré y me guardé el cansancio y la impaciencia en el bolsillo perro, mientras esperaba a que dieran verde de
nuevo. Y con sus 14 kilos de amor en brazos, cruzamos hasta la mitad de la
calle y, con alguna dificultad, me agaché a recoger la caléndula. Se la pasé. Sonrió. Yo también.